¿Me estás leyendo, inútil?

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Se fue el idiota. Así, nomás. Bueno…, así nomás…, no: después de una absurda conversación en Facebook. (¿Lo pueden creer? Tan grandote y tan berrinchudo.) Un hombre cincuentón, “culto”, “educado”, “buen conversador”…, se dio por vencido o agotado ante una conversación que, si bien no iba hacia ningún lado, era obvio que no iba a donde él quería: ganar con sus argumentos.

Tal fue le berrinche que me retiró su “amistad” en la citada red social. Acabó la discusión con la más estúpida frase (perdón, pero la digo un tanto de memoria porque ya no puedo ver casi nada de su muro y, todo indica que incluso borró el artículo sobre el que empezaron los alegatos):

— “Esto ya parece personal. Buen domingo.”

¿Personal? ¡Todo es personal! Vaya forma boba de huir y de no aceptar que haya otro que piense diferente a ti. Su reacción también fue personal…, y exagerada, en mi muy subjetiva opinión.

La discusión, si en algo interesa, iba sobre mi defensa de Michelle Houellebecq y su libro “Las partículas elementales”. Mi agravio fue decir que era un gran libro y que amo a Houellebecq. Mi ahora ex-amigo de Facebook, devolvió el comentario diciendo algo así como que MH era un escritor banal que goza del sistema que lo cobija. A mí me parece que MH es un escritor (un gran escritor, de hecho), muy crítico del sistema: se burla de él todo el tiempo, desvela su horror y la desolación en la que realmente vivimos distraídos por el espejismo de -sí, usted adivinó- el sistema.

Lo grave de esta conversación es que me atreví a sugerir que mi ex-amigo no había leído el tan mentado libro, ni al autor… Cosa que nunca desmintió, por lo que asumí claramente que no lo había hecho. Tal cual. Y, claro, como “buen argumentador”, se limitó a decir que mis comentarios eran de índole subjetiva y personal y que yo era la que no había entendido la lectura del libro. Yo no era capaz de formular objetivamente mi opinión.

— “Tú descalificas desde una opinión subjetiva.”, me dijo.

— “Y tú opinas subjetivamente para descalificar.”, le respondí.

O algo así, porque, como mencioné antes, nada queda del artículo aquel ni de nuestra conversación, que -como nuestra “amistad”- claramente no iría a ningún lado desde que nos conocimos.

Y -francamente- este caprichoso capítulo no me importaría, pero el muy “letrado” se quedó con un libro que le presté hace cosa de un año y meses, acompañando unos libros más (esos sí como regalo por su cumpleaños). Era el libro “Errar”, de Eduardo Milán, en una bella edición de pasta azul, de El Tucán de Virginia, que ya no se consigue fácilmente ni en librerías de viejo. En fin… Al menos me queda el placer de haberle dejado algo bueno. Ojalá lo lea y relea para ver si acaso así aprende a escribir poesía y no sólo a proclamarse poeta (esta apreciación sí es bien personal, querido ex-amigo de Facebook, pero también es objetiva).

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PD: Ahora que lo recuerdo, cuando recién conocí a mi ahora ex-amigo -a través de Facebook, ni más ni menos- él no conocía a Houellebecq y yo tuve el placer de introducirlo, no a su narrativa, sino a su poesía. Y cosa curiosa, tampoco conocía a Milán… I rest my case.

 

 

Yo soy yo, ¿pero quién soy yo?

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Realmente no sé hablar Francés, pero entiendo lo suficiente como para saber que este letrero lo llevo colgado a mí desde siempre: “Prohibida la entrada. Peligro de muerte.”. Es una advertencia hacia el mundo, pero ha sido una frase tatuada en mi inconsciente por muchos, muchos años y siempre ha tenido una doble vista. No sé bien desde cuándo, pero, tratando de hacer memoria, siempre me vi como una persona “reservada”. No sé para qué, francamente. “Reservada”. ¿Para algo mejor, para un mejor futuro, para otra vida? Reservada para nada.

“Prohibida la entrada.”, es decir, “no entre…, nadie”. Pero ¿”peligro de muerte”? ¿De quién? Acaso sólo la mía. Este no es un letrero común: es una lápida. Lo ha sido por siempre. He sido una muerta en vida, o una viva muerta… Un zombie. Quizá eso se apega más a mi ser. La vida me ha visto asomarme desde mi propia tumba, deambular sin claro rumbo, transitando, buscando de qué nutrirme. ¡Ojalá fueran sesos! Pero mi búsqueda es algo más etérea, indefinida… ¿Cómo se busca al propio ser desde una vida a medias? Ése ha sido el reto. No muy logrado hasta ahora, debo confesar.

Es una angustia desgarradora esta indefinición del ser, este no saber quién se es. Y no es que sufra de alguna enfermedad mental (mi psicoanalista les puede dar fe de ello), aparte de una clara neurosis que me ataca en muy diversas formas. (¡Bah! ¿Quién no es neurótico en estos tiempos?) Pero miro a los demás, a amigos y familiares, y parece que saben -y han sabido siempre- quiénes son, qué van a hacer, con quién y hasta cómo. Para mí la vida ha sido como un rompecabezas infinito o como un mueble para armar al que olvidaron ponerle en la caja el instructivo. ¡Y miren que yo siempre leo los instructivos!

Pero entiendo que la vida es así: no va con manual incluido. Lo sé, me queda claro. Aún así siempre he envidiado a esas personas que veo por ahí caminando, casi corriendo, con la misma determinación de un perro callejero, que siempre saben a donde van, diligentes como si fueran tarde a alguna cita. Yo soy un sabueso enfermo: olfateo aquí y allá, husmeo, doy vueltas en círculos infinitos, vuelvo a olfatear… Nada. Mi nariz no responde, mi brújula interna está averiada o carece de Norte. No lo sé…

Y la angustia se incrementa porque, claro, el tiempo es inclemente… En cada nueva búsqueda, parpadeo y han pasado décadas enteras. Sí, décadas. Verlo así me hace pensar cada vez más en cuántas me quedan por delante y si serán suficientes para conocerme, para reconocerme, para encontrarme. En qué momento podré por fin quitarme de encima esta lápida y decir “Estoy viva. Bienvenidos.”.

al que no importa

¿a dónde te fuiste?

¿de dónde vendrás cuando ya no me importe estar sin ti?

¿traerás recuerdos nuevos,

vidas pasadas en un instante de ola,

caricias cómplices llenas de sol?

Hagamos una tregua: quédate ahí donde estás;

no vuelvas a donde no te espero.

Yo

tampoco

estaré

aquí.

 

Tres haikus

I

Boca sonriente

ilumina mi vaho

la Luna nueva

II

Húmedo canto

acompaña mis pasos

cada mañana

III

Se benévolo,

lastimas mis mejillas,

viento de otoño

“Aterrado, Julio César Mondragón se echó a correr; al otro día apareció sin rostro.” —La Jornada

Un cuerpo

sin piel

sin ojos

sin boca

una calavera

que nos toca

nos mira

nos grita

“No me olviden”

desde un charco en la acera

“No me olviden”

desde un pueblo en miseria

“No me olviden”

desde que el tiempo es tiempo

levantado

acallado

amordazado

desaparecido

humillado

lastimado

muerto

“No me olviden”.